jueves, 24 de mayo de 2012

DE ROBOTS Y DE HOMBRES

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El pasado mes de enero, el equipo de la Biblioteca Andrés Cegarra y Esteban López Tudela organizaron una magnífica exposición sobre literatura y cine de ciencia ficción, en la que podíamos hacer un recorrido por una selección de películas y de lecturas que trataban temas tan interesantes como las posibilidades de la inteligencia artificial, la deshumanización y los límites de la ciencia.
En estas líneas voy a hacer un breve repaso de algunas de esas obras y de los temas que plantean, siguiendo el orden que la exposición nos planteaba, desde el atrevimiento inconsciente del doctor Frankenstein hasta la rebelión de las inteligencias artificiales creadas por el hombre.

A pesar de los antecedentes clásicos, comenzábamos nuestro recorrido por la figura del humanoide con dos obras fantásticas: Frankenstein (Mary Shelley, 1818) y El Golem (Gustav Meyrink, 1915). La novela de Meyrink nos mostraba a un ser artificial animado por la cábala que escapaba del control de su creador provocando todo tipo de catástrofes.
Frankenstein nos interesa mucho más, ya que plantea un motivo repetido después por la ciencia ficción hasta la saciedad: el conflicto entre la ciencia y potencias misteriosas que escapan al control de la razón. En toda una declaración de intenciones de lo que supone el movimiento romántico, Mary Shelley nos habla de que el ser humano no se puede reducir exclusivamente a una serie de principios racionales y de que hay otros elementos que configuran nuestro comportamiento, al margen del determinismo científico. El resultado es un ser artificial que termina revelándose contra un creador que lo desprecia, considerándolo una abominación fruto de la osadía del hombre que juega a ser dios.
150 años después de la publicación de Frankenstein, el estadounidense Philip K. Dick alumbró una extraña novela, Sueñan los androides con ovejas eléctricas, en la que, entre otros muchos temas, volvíamos a encontrar la figura del ser artificial en busca de una explicación a su existencia. Ese tema fue el central de su adaptación cinematográfica en 1982: Blade Runner, con la que Ridley Scott marcó un hito en el cine de ciencia ficción.
El fim es deslumbrante y a nadie puede dejar de conmover la rebeldía de los replicantes, condenados a una existencia efímera, en una exageración de lo que es, al fin y al cabo, la vida de cualquiera de nosotros. Es por ello por lo que, cuando Roy Batty (Rutger Hauer) pronuncia su parlamento final, poco antes de morir, el espectador sensible tiene ya listo el nudo en la garganta y hace suyas las palabras del auténtico héroe de la función:
Yo... he visto cosas que vosotros no creeríais... atacar naves en llamas más allá de Orión, he visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la puerta Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir.


 
Roy Batty daba paso en la exposición a una serie de películas que nos planteaban importantes interrogantes en la relación entre el hombre y el humanoide: ¿Cómo se enfrenta un ser artificial a la vida? ¿Dónde está la frontera entre los sentimientos y las respuestas mecánicas predeterminadas? ¿Existe el alma?
Tanto Yo, robot (Alex Proyas, 2004), como El hombre bicentenario (Chris Columbus, 1999) e Inteligencia artificial (Steven Spielberg, 2001) nos presentaban a seres artificiales en busca de su humanidad. Las dos primeras parten de textos de uno de los grandes maestros de la ciencia ficción, Isaac Asimov, que a lo largo de toda su carrera indagó en las nuevas posibilidades que la vida artificial abrían a la existencia humana y al nuevo orden que se derivaría de ellas. A partir de sus tres leyes de la robótica, que aseguraban la convivencia pacífica entre hombres y máquinas[1], desarrolla todo un imaginario en el que los avances cibernéticos generan un orden social nuevo.
http://www.youtube.com/watch?v=xR3TT0nSORc


Inteligencia artificial nos ofrece una versión futurista de Las aventuras de Pinocho en la que la marioneta es ahora un androide capaz de amar, con la apariencia de un niño, que, después de ser abandonado por su familia adoptiva, busca con obstinación al Hada que lo convierta en un ser de carne y hueso.  Película emocionante a veces  y, en ocasiones, sensiblera, Inteligencia artificial ofrece la hermosa odisea de una máquina en busca de la humanidad en una sociedad, paradójicamente, cada vez más deshumanizada.

Lo del protagonista de Robocop (Paul Verhoeven, 1987) es un caso aparte: híbrido entre hombre y máquina, la primera de sus dimensiones acaba por imponerse y nos demuestra que somos algo más que un conjunto de órganos en funcionamiento destinados a ser productivos y válidos sólo en la medida que no les generemos demasiados problemas a nuestros gobernantes. Envuelta en una violencia extrema y en la aparente intrascendencia del cine de acción, Robocop proyecta una interesante crítica a la injerencia de las corporaciones privadas en el mundo de la política y a los difusos límites entre lo privado y lo público, por desgracia, de rabiosa actualidad.

En esta misma línea se sitúa la novela Globalia (Jean-Cristophe Rufin, 2004), en la que el gobierno de los países no lo ejercen los políticos electos sino los intereses privados, ocultos en las sombras, que manipulan a una ciudadanía que sacrifica su libertad para gozar del estado de bienestar. Sólo unos pocos saben lo que realmente ocurre más allá de las interminables cúpulas de cristal que actúan como frontera entre los países desarrollados y el tercer mundo, ya que toda comunicación está severamente controlada y a casi nadie parece apetecer alterar un orden en el que el sufrimiento de muchos facilita la comodidad de una minoría:

En Globalia, la libertad de expresión era total. Muy pocos, sin embargo, se apartaban en lo que decían de las opiniones convenidas. Oficialmente, no había nada que temer por decir lo que uno quisiera. Pero, con todo, era perceptible una sorda indignación cada vez que uno expresaba opiniones discordantes, en especial si contenían críticas acerca de la sociedad gñobaliana. Todos admitían unanimente que Globalia era una democracia perfecta y que era una suerte inmensa vivir allí.[2]


-¿Qué es una máquina? Esa palabra se ha definido de muchos modos. Esta es una definición de un diccionario normal: Cualquier instrumento o mecanismo mediante el cual se ejerce y aplica una fuerza, o se produce un efecto deseado. Muy bien, entonces, ¿no es el hombre una máquina?[3]

La vida es una permanente dialéctica, de manera que, si los robots aspiran a ser humanos, parece lógico que la humanidad tienda a la robotización, como las escalofriantes imágenes del comienzo de Metrópolis (Fritz Lang, 1927) nos hacen ver.


En 1936, Charles Chaplin, con sus Tiempos modernos, tuvo la lucidez de advertirnos sobre la deshumanización que llevaba aparejada la industrialización irracional.

En 1967, otro genio del humor, el francés Jacques Tati, nos presentaba en Playtime una sociedad dominada por la incomunicación y el aislamiento y en la que todo iba muy deprisa.

Tal velocidad alcanzan los automóviles en Fahrenheit 451  (François Truffaut, 1966) que los carteles publicitarios se construyen kilométricos para que la gente pueda verlos; la sociedad del mundo que creó la pluma de Ray Bradbury condena todo lo que sea distinto y persigue a la cultura y al espíritu crítico convirtiendo a la humanidad en una masa homogénea, idiotizada por la televisión (¿se parece a algo que conozcáis?). En 1973, Woody Allen ofreció su cómica visión de la distopía en El Dormilón.



En Los sustitutos (Jonathan Mostow, 2009) versiones robóticas mejoradas de nosotros mismos ocupan nuestro lugar en el mundo y somos incapaces de enfrentarnos a la realidad, más allá de lo virtual.           


El rechazo a lo que es distinto y la existencia concebida como una interminable cadena de producción son temas que cobran un nuevo empuje con los avances en investigación genética, algo que no podía ignorar el cine
            Gattaca (Andrew Niccol, 1997) nos introduce en una sociedad en la que los individuos son muy parecidos, no por la educación o los condicionantes culturales, como en Farenheit 451, sino porque han sido manipulados genéticamente. Se abre así una nueva puerta para la estandarización humana con los inevitables conflictos éticos.
Y a conflictos éticos nos enfrenta precisamente Moon (Duncan Jones, 2009): cuando podemos tener todos los clones que queramos de una persona, ¿a quién le hacen falta los robots?

El ultimo alto en este siniestro camino es Nunca me abandones (Mark Romanek, 2010), adaptación de la novela de Kazuo Ishiguro del mismo título.
En Hailshan, se forma a los niños con un propósito muy especial: han sido creados genéticamente para ceder sus órganos a otras personas, de manera que, con su sacrificio, la enfermedad casi ha desaparecido de la Tierra y se ha prolongado la esperanza de vida por encima de los cien años.
¿Estaríamos dispuestos a crear a seres humanos artificialmente para acabar con las enfermedades del mundo, a costa de la vida de ellos?




Ahora bien, ¿qué puede pasar si el mecanismo que hemos creado nos supera en cualquier ámbito hasta llegar al punto de que no somos más que un torpe estorbo?
En 1993, el estadounidense Vernon Vinge afirmaba que estábamos en vísperas de un cambio comparable al surgimiento de la vida humana. Argumentaba que el acelerado desarrollo tecnológico hará que los cambios se produzcan mucho más rápido que en el pasado y que en unos treinta años se habrá creado una superinteligencia artificial sobre la que perderemos el control, de manera que el poder ya no estará en manos únicamente del ser humano; la era humana habrá concluido.
Pero el agorero de Vinge no decía nada nuevo. Los que hemos leído a Phillip K. Dick ya estábamos alertados y el cine también nos ha llamado la atención sobre ello.
Buena muestra de ello es Terminator  (James Cameron, 1984), clara deudora de la ficción de K. Dick y que pone imágenes a la teoría de Vinge. En su relato La segunda variedad, Dick lanza al aire esta oscura pregunta, respecto a los soldados mecánicos que se han alzado contra los seres humanos:
Me pregunto si no estaremos presenciando el principio de una nueva especie. La nueva especie. Evolución. La raza que sustituirá al hombre.[4]


Más suerte corrió la especie humana en Tron  (Steven Lisberger, 1982): la incursión de su protagonista en el mundo virtual del malvado Control central de programas frustró sus planes de dominación mundial.

Y si de mundos virtuales se trata, la película por excelencia es Matrix (Hermanos Wachowski, 1999), donde el hombre vive su vida, ignorante de que es un esclavo de las máquinas, enredado en la realidad virtual que éstas han diseñado a su medida.

El repaso dado nos da una buena idea de que la ciencia ficción no es el género menor que prejuiciosamente se ha venido considerando y que contiene, más allá del puro divertimento, interesantes consideraciones sobre la condición humana y su destino, que por desgracia no suele presentarse como muy halagüeño.
En cualquier caso, no todo está perdido si las nuevas generaciones están dispuestas a reflexionar sobre todo lo que nos anticipan estos autores visionarios y a valorarlo con sentido crítico, como han hecho los alumnos que colaboraron en la preparación de la exposición: Manuel Alcaraz Salvago, Ether López, Juan José Manzanares, Estefanía Martínez, Beatriz Mercader, Juan José Robles, Esteban Romero, Laura Serrano, Encarni Sanes y Joel Sarango.
Con el agradecimiento a su trabajo, termino.


Ignacio García Fornet








[1] 1: Un robot no puede hacer daño a un ser humano o, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño.2: Un robot debe obedecer las órdenes dadas por los seres humanos, excepto si estas órdenes entrasen en conflicto con la Primera Ley. 3: Un robot debe proteger su propia existencia en la medida en que esta protección no entre en conflicto con la Primera o la Segunda Ley.

[2] Globalia, Jean-Cristophe Rufin, Barcelona, Anagrama, 2005.
[3] <<El maestro de ajedrez de Moxon>>, en ¿Pueden suceder tales cosas?, Ambrose Bierce, Madrid, Valdemar, 2005.
[4] Cuentos completos, Philip K. Dick, Barcelona, Minotauro, 2007.

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